jueves, septiembre 02, 2010

El sutil arte de preguntar por preguntar


Por Fred Peel

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Preguntar es una actividad que muchos considerarían natural en el hombre, tal como lo podría ser respirar o mandar mensajitos con el celular. Pero, a diferencia de lo que cree esta gente, que de seguro es bruta y debe sostener que José Pablo Feinman es el Kant del siglo XXI, las preguntas han tenido variadas formas de aparecer y funcionar en un mundo cambiante. Pensemos que a comienzos del siglo XX, si un niño interrogaba a su padre sobre cualquier tema relacionado con el sexo le daban vuelta la cara de un sopapo. Bien diferente es la forma de responder ahora, que se puede sentar al infante frente a la computadora para que la internet, sabia entre las sabias, le muestre las más diversas (y hasta por momentos impracticables) variantes de las artes amatorias.

xxxxxxxxEl objetivo de este breve ensayo es, de todas formas, trabajar con una forma de pregunta en particular, que es la que le hace un alumno a su profesor en la universidad. Si bien uno podría sentirse tentado a caracterizar a esta práctica discursiva como un medio necesario para obtener información de aquel que le está explicando un tema complicado (como, por ejemplo, con qué derecho Alejandro Rozitchner se autoproclama filósofo), lo cierto es que poco tiene que ver con un proceso comunicacional utilitarista a corto plazo. Mi hipótesis, en este punto es que las mencionadas preguntas de alumnos buscan otras formas de comunicar, y que en muchos casos, detrás de una supuesta interrogación, se esconden otras intenciones[1].


xxxxxxxPensemos en un caso común en cualquier aula de universidad: un profesor, dando una clase, por ejemplo sobre Las ruinas circulares de Borges, y un alumno le pregunta, en medio de la exposición de una idea cualquiera (esta no importa, porque el alumno había estado levantando la mano desde el mismo principio de la clase) “¿Pero eso no se podría pensar teniendo en cuenta la afiliación política de Borges y su marcado antiperonismo?” El profesor queda unos segundos perplejo y luego responde, bueno, que Borges era muy gorila, pero que en este cuento en particular no había demasiado para decir sobre eso.


Analicemos el episodio: primero, que Borges era muy gorila es algo sabido por cualquiera que haya escuchado su nombre alguna vez (no olvidemos que estábamos en una clase de literatura, si los alumnos no sabían quién era Borges no hubiera estado mal golpearlos con un fierro oxidado, por ejemplo). Segundo, el cuento en cuestión es de corte filosófico, escrito en 1941, y la verdad es que, en este autor, la pulsión antipopular de elitista conservador no se había podido todavía derramar en la figura de Perón, sino que estaba todavía dedicada a otros amores. Tercero, la pregunta no dejaba demasiado lugar a que el profesor diera otras respuestas más que la que dio, salvo que quisiera entrar en la eterna discusión estéril (por no decir al pedo, que queda feo) sobre si Borges había sido un facho o un buen escritor (en la que ambos bandos tienen razón, por otra parte).


¿Qué podemos decir entonces al respecto? Bueno, que por un lado la respuesta a una pregunta contestada de antemano no le podía ser muy útil al alumno, salvo que fuera un pelotudo[2]. Además, en segundo término, el hecho de que el muchacho hubiera estado necesitado de decir algo, con la mano en alto, durante gran parte de la clase, sin importar de qué se estuviera hablando (más que de Borges) demuestra que no tenía un interés demasiado marcado por relacionar su comentario con el contenido de la exposición del profesor. Asimismo, en tercer lugar, el responsable de la pregunta no estaba buscando introducir un elemento ignorado sobre Borges, por lo cual, tampoco la novedad era la mayor virtud de dicho comentario. Entonces, sólo queda una opción viable para analizar la interrogante lanzada heroicamente al aire por el estudiante: la hizo para que los concurrentes a la clase, y el profesor, centraran durante unos segundos (al menos) su atención en él (o sea, para llamar la atención y que todos le dieran bola).


Algunos de los lectores pueden estar sorprendidos por esta afirmación, pero esto debe deberse[3] a que jamás han pisado una universidad, al menos cuando hay clases. Y es que, luego del hidrógeno, no hay elemento más común (o por lo menos más llamativamente hinchapelotas) en el universo académico que el alumno que pregunta para llamar la atención. Veamos otro ejemplo extraído de experiencias reales:


Alumno: -Profesor, teniendo en cuenta la condición sexual de Manuel Puig -porque decir que era homosexual parece una afirmación demasiado subida de tono-, la situación política del país en el período 1968-1983, es decir el debilitamiento del gobierno de Onganía, el Cordobazo, la renuncia de Onganía, la asunción primero de Levingston, luego de Lanusse, la vuelta de Perón, la aparición de la Triple A, que persiguió y mató a todos los que estaban por la liberación nacional, y que fue realmente un prólogo para la dictadura genocida que mató a 30mil personas, momentos difíciles, me acuerdo que una Tía Mía tenía un amigo que una vez le vendió un paquete de cigarrillos a Santucho, y que luego de que River cortara la racha de 18 años sin salir campeón, en el 75, un año antes del golpe, dos años después de la publicación de The Buenos Aires Affair y uno antes de la publicación de El beso de la mujer araña, mi hermano consiguió que Puig le firmara un autógrafo, bueno, sin extenderme más, porque me gusta ser breve y no quiero acaparar la atención de la clase, porque considero que esos que hablan mucho en clase le faltan el respeto a los alumnos, como esos que vienen a pedir monedas a las aulas, eh ¿Por qué no consiguen laburo?. Esa es mi pregunta profesor, ¡no! ¡perdón!. Teniendo en cuenta todo lo que dije: ¿No considera que la obra de Puig relaciona el mundo de la política con la cultura pop?”


Profesor: -Sí.



Este caso de verborragia egocéntrica, particularmente poco sutil, es tal vez un tanto exagerado, pero demostrativo de la lógica del alumno preguntador. Habla sin un hilo, sin un interés pragmático, habla por el placer de hablar, goza escuchando su voz reverberando en el aula, disfruta cada una de las miradas de sus compañeros que se ha desviado en su dirección; cada ojo es una droga o un silencioso y gris orgasmo que no multiplica sus palabras hasta el infinito por el sólo hecho de que el infinito es inalcanzable, si no, lo haría. Hay momentos en que incluso la pregunta está abiertamente en contradicción con el tema, pero es no importa, el estudiante está ansioso por preguntar, no por escuchar una respuesta, tal cual como ocurre con el siguiente caso:


Alumno: -Profesora: Me parece correcto su enfoque a la hora de trabajar el tema, pero ¿no podían trabajarse estas cuestiones a partir de la idea marxista de la alienación de la mercancía?

Profesora: -Esta es una clase de matemática…



También puede encontrarse, en pleno ejercicio del egocentrismo, otra de las instituciones sagradas del alumno que intenta llamar la atención sobre sí mismo, una práctica discursiva donde, según mis estudios, la puesta en acción de la interrogante que no busca respuesta puede ser vista en su mayor esplendor. Este acto de habla es la falsa pregunta o “comentario disfrazado”. En medio de una clase cualquiera, un alumno podría preguntar “¿Ud cree que esto puede pensarse a partir Foucault? Y luego seguir una laaaaaaaaaarga serie de interminables referencias bibliográficas, donde citará no sólo al pensador francés, sino también a una serie de libros al azar (desde Eric Hobsbawn hasta Lily Sullos, pasando por Raymond Williams, Hegel y Guillermo Patricio Kelly) y donde desplegará una serie de ideas propias respecto de esos temas (y otros) que en realidad terminan haciendo que el interrogante original quede olvidado luego de la recia tempestad verbal.


Por último, hay quienes afirman haber visto la culminación de este proceso egocéntrico de preguntar para llamar la atención, que tomó la forma de una ya patológica (por lo literal) consulta vista en una clase de Historia Argentina del Siglo XX, en la que una alumna, en medio de una ardiente discusión sobre peronismo, alzó su mano con total coraje para decir “¿Por qué no consigo novio, profesor?”


Todas estas diferentes prácticas de la interrogación egocéntrica tienen, en el fondo, una búsqueda, un intento de quien eleva su voz a los cielos del aula de imponerse ante sus compañeros y, muchas veces, incluso ante el propio profesor. Si bien la más de las veces la pregunta no busca oponerse a quien da la clase, sino obtener su beneplácito[4] para ganar su corazón en la disputa territorial con sus compañeros, existen no pocos casos en los que el egocentrismo del estudiante choca con el no menos poderoso amor propio del docente (que muchas veces fue, previamente, un alumno preguntador egocéntrico). Entonces se declara la guerra, y un amargo combate por prevalecer en la relación de poderes explota, sin que haya consideración por los daños colaterales y las víctimas inocentes (los otros alumnos que tienen que bancarse eternos minutos de embole). Las plumas se elevan de un lado y del otro, a las preguntas de un lado siguen, del otro, respuestas y repreguntas que tampoco están íntimamente relacionadas con el temario de la clase y que, peor aún, ni siquiera son interesantes. Pero así es la cruel lucha entre las divas: en su búsqueda por ser el centro de atención, están dispuestas a todo.


Fred Peel es un… un… bueno, no estamos muy seguros de qué es. Sólo sabemos que trabaja como editor de esta publicación, que de chico tenía una dudosa afición a jugar con los Pin y Pon y que cada tanto dice frases como “¿Soy el único que le da a Solita Silveira?” Más allá de eso, nos cae fenómeno y lo dejamos escribir aquí.

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[1] ¿Esa es la hipótesis? N de un lector descontento.

[2] No descartamos esta hipótesis. N del A

[3] Estoy experimentando, jeje. N del A

[4] Lo que se conoce como “chupada de medias” N del A


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