Por Friederick Pellinsky
Cierto es que cada descenso al oscuro agujero del microcentro estaba íntimamente asociado a la ingesta de una importante cantidad de alcohol (u otras substancias) y ya se había aclarado que esto traía enormes beneficios para el amor efímero que crecía en aquellos suelos abonados por la suciedad tanto como el trigo en nuestras fértiles pampas. Ahora nos corresponderá hablar de qué se “enamoraba” uno allí abajo, en donde no nos veía el resto de la ciudad. En mi caso, hombre y heterosexual, sólo podré hacer mención, en lo que se refiere a la conducta de conquista y apareamiento, de los ejemplares femeninos heterosexuales del bestiario de la catacumba, aunque había muchas y variadas formas de amor allí abajo.
El comportamiento es más o menos el siguiente: una muchacha (vestida normalmente de negro) se alejaba ligeramente del grupo en el que estaba y comenzaba a danzar ritualmente para atraer a un muchacho (normalmente también vestido de negro) quien se percataba de esto y empezaba también a estremecer su cuerpo en señal de respuesta al estímulo sutil de la mujer. El ambiente, obviamente, influía mucho en este acercamiento. Por lo general el lugar, atiborrado de gente, dejaba poco espacio por lo que los recíprocos danzantes no tenían más remedio que terminar acercándose. En ese entonces el macho, que notaba que la muchacha no se había alejado ni un centímetro y sabía que estaba en óptimas condiciones de conseguir su conquista, fijaba sus ojos en la hembra. Esta podía ser que mirara un poco o que se hiciera la distraída. La cuestión era que el macho terminaba por decirle algo a la hembra al oído, porque el infernal volumen de la música no permitía otra forma de comunicación, y el roce que producían los cuerpos al tocarse empezaba a desencadenar lo que en un lapso no muy superior a los cinco minutos terminaba efectivamente ocurriendo: la hembra, que en realidad no había visto al macho hasta que este le fue a hablar y que en realidad no intentaba a atraerlo particularmente a él, terminaba agarrando viaje y acompañándolo a algún rincón oscuro donde sus bocas y sus manos pudieran enlazarse y en donde las caricias a los órganos genitales pudieran pasar desapercibidas.
Claro, las relaciones que se producían gracias a estos prodigios del amor casi nunca duraban más que unos pocos minutos. ¿Por qué? Bueno, porque por un lado muchas de las muchachas padecían extraños ataques de pudor, como aquella que teniendo en sus manos mi… en fin, se negó a que fuéramos a algún lugar (léase telo) para que lleváramos eso que estábamos teniendo al término que debería haber tenido. Hay otras que, por el contrario, sí estaban dispuestas a todo, pero que también eran poseedoras de comportamientos un tanto peculiares que hacían que cuando nos alejábamos a más de un metro de ellas pensáramos dos veces en volver a acercarnos.
Hubo alguna que había agujereado su ropa con una tijera “como respuesta a un estado de ánimo”. Otra me comentó cerca de quince veces que tenía 31 años y que escuchaba la música del lugar desde pequeña y que por eso la “bailaba con pasión”: jamás pude hablar otra cosa con ella, supongo que no sabría decir más nada. También están las que bailan de manera particularmente rara (o sea más raro que el promedio), como la chica que parecía sostener un globo o algo entre sus manos y no permitía que una se juntara con la otra. Como olvidarnos de la muchacha que bailaba sola contra la pared... mirando la pared, y frotaba su cuerpo contra la misma, no se sabe muy bien si porque estaba enamorada del muro o porqué otra razón imposible de imaginar.
Hay otras mujeres más que se han destacado particularmente en el arte de ser curiosos personajes del subsuelo, como la ninfa frígida, la mujer sin párpados y la asesina del consolador, pero ellas tendrán su propio apartado en un futuro no muy lejano.
Sólo queda mencionar, ahora, a aquellas chicas más bien fuleras que alguna vez se sostuvieron en nuestros brazos y que nunca más volvimos a ver (principalmente porque no las llamamos) Estas muchachas que alguna vez nos brindaran cariño, presos del embeleso del subsuelo y de nuestra propia necesidad de labios femeninos, y que agarramos y transformamos en nuestras princesas de una noche, cual cenicientas de negro. Mujeres que dentro del anonimato de la oscuridad impenetrable de la catacumba nos atrevimos a conocer en sus más ocultos rincones, pero que al salir de allí, a la luz del día, al notar que la carroza era una calabaza, al estar expuestos a la mirada de conocidos y desconocidos, no tuvimos el valor de reconocer. A todas ellas gracias y perdón.
Y así es la fauna femenina allí abajo. Si bien es verdad que algunos consiguieron novias con las que todavía hoy están comiendo perdices, lo cierto es que en general reina el delirio y la incertidumbre de no saber en la cama de cuál de ellas uno podría morir. Pero, bueno, que tampoco esto suene a queja: que el amor efímero es amor también, y que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
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El comportamiento es más o menos el siguiente: una muchacha (vestida normalmente de negro) se alejaba ligeramente del grupo en el que estaba y comenzaba a danzar ritualmente para atraer a un muchacho (normalmente también vestido de negro) quien se percataba de esto y empezaba también a estremecer su cuerpo en señal de respuesta al estímulo sutil de la mujer. El ambiente, obviamente, influía mucho en este acercamiento. Por lo general el lugar, atiborrado de gente, dejaba poco espacio por lo que los recíprocos danzantes no tenían más remedio que terminar acercándose. En ese entonces el macho, que notaba que la muchacha no se había alejado ni un centímetro y sabía que estaba en óptimas condiciones de conseguir su conquista, fijaba sus ojos en la hembra. Esta podía ser que mirara un poco o que se hiciera la distraída. La cuestión era que el macho terminaba por decirle algo a la hembra al oído, porque el infernal volumen de la música no permitía otra forma de comunicación, y el roce que producían los cuerpos al tocarse empezaba a desencadenar lo que en un lapso no muy superior a los cinco minutos terminaba efectivamente ocurriendo: la hembra, que en realidad no había visto al macho hasta que este le fue a hablar y que en realidad no intentaba a atraerlo particularmente a él, terminaba agarrando viaje y acompañándolo a algún rincón oscuro donde sus bocas y sus manos pudieran enlazarse y en donde las caricias a los órganos genitales pudieran pasar desapercibidas.
Claro, las relaciones que se producían gracias a estos prodigios del amor casi nunca duraban más que unos pocos minutos. ¿Por qué? Bueno, porque por un lado muchas de las muchachas padecían extraños ataques de pudor, como aquella que teniendo en sus manos mi… en fin, se negó a que fuéramos a algún lugar (léase telo) para que lleváramos eso que estábamos teniendo al término que debería haber tenido. Hay otras que, por el contrario, sí estaban dispuestas a todo, pero que también eran poseedoras de comportamientos un tanto peculiares que hacían que cuando nos alejábamos a más de un metro de ellas pensáramos dos veces en volver a acercarnos.
Hubo alguna que había agujereado su ropa con una tijera “como respuesta a un estado de ánimo”. Otra me comentó cerca de quince veces que tenía 31 años y que escuchaba la música del lugar desde pequeña y que por eso la “bailaba con pasión”: jamás pude hablar otra cosa con ella, supongo que no sabría decir más nada. También están las que bailan de manera particularmente rara (o sea más raro que el promedio), como la chica que parecía sostener un globo o algo entre sus manos y no permitía que una se juntara con la otra. Como olvidarnos de la muchacha que bailaba sola contra la pared... mirando la pared, y frotaba su cuerpo contra la misma, no se sabe muy bien si porque estaba enamorada del muro o porqué otra razón imposible de imaginar.
Hay otras mujeres más que se han destacado particularmente en el arte de ser curiosos personajes del subsuelo, como la ninfa frígida, la mujer sin párpados y la asesina del consolador, pero ellas tendrán su propio apartado en un futuro no muy lejano.
Sólo queda mencionar, ahora, a aquellas chicas más bien fuleras que alguna vez se sostuvieron en nuestros brazos y que nunca más volvimos a ver (principalmente porque no las llamamos) Estas muchachas que alguna vez nos brindaran cariño, presos del embeleso del subsuelo y de nuestra propia necesidad de labios femeninos, y que agarramos y transformamos en nuestras princesas de una noche, cual cenicientas de negro. Mujeres que dentro del anonimato de la oscuridad impenetrable de la catacumba nos atrevimos a conocer en sus más ocultos rincones, pero que al salir de allí, a la luz del día, al notar que la carroza era una calabaza, al estar expuestos a la mirada de conocidos y desconocidos, no tuvimos el valor de reconocer. A todas ellas gracias y perdón.
Y así es la fauna femenina allí abajo. Si bien es verdad que algunos consiguieron novias con las que todavía hoy están comiendo perdices, lo cierto es que en general reina el delirio y la incertidumbre de no saber en la cama de cuál de ellas uno podría morir. Pero, bueno, que tampoco esto suene a queja: que el amor efímero es amor también, y que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
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