Por Miguel del Foco
En 1987 el poeta Maurice Pellet recorrió todas las librerías de París con un liquid paper en la mano para borrar las notas al pie que un editor por él no muy querido había incluido en la publicación de su tercer libro, Jardines de Lodo. La tarea, que puede parecer titánica (pero que no lo fue tanto dada la limitada tirada que suelen tener los libros de poesía, porque, al fin y al cabo, no los lee nadie), lo llevó a un conflicto con la empresa responsable de la edición de sus poemas, que demandó al escritor y consiguió que le impusieran “una restricción de acercarse a las (pocas) librerías que vendan su libro” y también una “prohibición de comprar correctores, borratintas u cualquier otro artículo que pudiera servir para atentar en contra del derecho adquirido por la empresa de publicar los textos de la forma que se le cante”
Elegí este breve relato para comenzar el presente trabajo, porque ilustra mejor que ningún otro aquello que despertó mi interés respecto de las notas al pie, esto es: las relaciones de poder que pueden establecerse dentro de un libro a partir del conflicto entre el cuerpo principal del escrito y sus anotaciones marginales. Sé que mucho lectores podrán preguntarse “¿para qué mierda quiere hacer eso?”, a lo que simplemente puedo responder “porque soy tan capo que puedo encontrar relaciones de poder hasta debajo de las piedras, y porque ninguno de uds va a poder poner una nota al pie criticándome, así que lean y jódanse”
El medioevo:
Antes de que la nota al pie se transformara en un bello relleno del texto ubicado al final de la página que el estudiante apurado por haber comenzado a leer las obras completas de Heidegger tres días antes del examen podía saltear, este aditamento aparecía de una manera bien diferente. Pensemos en los manuscritos: allí el dispositivo técnico no permitía el uso de asteriscos (que todavía no habían sido inventados) ni de pequeños numeritos que conectaran secciones interiores y exteriores del escrito (los números sí se habían inventado, pero no de tamaño tan reducido), pero sí se encontraban ya dos formas de comentario que típicamente, aunque modificadas, serán las que observaremos en los libros modernos. Por un lado estaba la aclaración dentro del texto, como una nota del autor que luego sería exiliada en el fondo de la página (o del volumen). Por el otro (si no, no hubiera dicho “por un lado”) era notoria la presencia de las glosas al margen, especie de explicaciones normalmente hechas por lectores o copistas que pueden considerarse en muchos casos como las madres de la temible “nota del editor”. El objetivo de ambos paratextos era claro: normalmente se los utilizaba para fijar una lectura del escrito y aclarar su sentido: en pocas palabras, se las usaba para explicarle al lector aquello que se le escapaba del texto por ser tan boludo. Claro, esto llevaba a apropiaciones que a veces eran conflictivas, porque si bien en el medioevo no había una noción de autoría tal cual la manejamos ahora, lo cierto es que lo que ponían muchos copistas o comentaristas al margen en muchos casos hacía que los escritores se pusieran de los pelos, tal cual lo revela esta aclaración no marginal incluida en un manuscrito de Averroes donde dice “acá quiero que se entienda que hay una verdad filosófica que es diferente a la religiosa, aunque eso no significa que la verdad demostrativa deba contradecir a la que nos da Alá, ¿escucharon? No soy hereje, así que el que diga lo contrario y ande poniendo cualquier verdura en mis escritos puede irse a la mismísima con...”.
La vehemencia con que el filósofo islámico intenta apropiarse del sentido de su escrito para evitar la proliferación de significados se condice, al mismo tiempo, con los registros de ciertas anotaciones marginales realizadas por lectores o copistas que parecen justamente entrar en combate con las amonestaciones de los autores. En una llamada hecha por un comentarista del párrafo de Averroes citado puede leerse “sí, ya nos dimos cuenta todos de esto, hasta los que no saben leer, pero como me cae para el orto que gastes pergamino, que está carísimo, para aclarar lo que nadie te pidió que aclares, voy a decir que te cagás en Alá, el Corán y en los camellos y que de chico cantabas “ole, le, ola la, Mahoma se la come, Aristóteles se la da”
La llegada de la imprenta
Presentado el conflicto básico entre el que escribe y el que copia/publica, es que se podrá analizar el uso de las notas al pie una vez llegado el renacimiento y la imprenta. Si bien en un comienzo el uso fue exiguo en exceso, y los nuevos libros imitaban los formatos de los viejos manuscritos, hubo algunos que se aventuraron a trasladar el comentario hacia el inferior de la página. Así, en una edición perdida de El Príncipe, de Maquiavelo, se ve al final de un párrafo un pequeño asterisco, como una llamada, el cual lleva un paratexto, redactado por el editor, que agrega al original la sentencia “no entiendo bien, pero creo que dice algo así como que el fin justifica los medios”.
La presencia de esta nota al pie es importante. Hasta ahora habíamos visto una suerte de preeminencia del productor del texto respecto de los comentaristas y copistas: podríamos intentar largo tiempo acordarnos el nombre de personas que hayan transcripto manuscritos y, salvo que fuéramos unos degenerados fanáticos sin pudor de la filología, no nos acordaríamos ni uno. El paratexto recientemente citado tampoco fue realizado por nadie famoso (salvo que a alguno le suene “Luca Pavoni, si es así, que me lo diga y borro ésta oración, posta), pero consigue algo que escapó al poder del pobre Maquiavelo, dado que la frase “el fin justifica los medios” es más famosa que cualquier otra en sus trabajos… y no la escribió él. Con esto comienza un largo camino hacia la supremacía discursiva del editor, que costaría el derramamiento de una enorme cantidad de tinta.
Ya en el siglo XVII se podrían observar ejemplos del recrudecimiento de esta lucha sin piedad por el dominio de la superficie discursiva. En un libro perdido, del cual sólo se conserva un ejemplar salvado vaya uno a saber de qué manera, escrito por un ahora desconocido eclesiástico amigo de Sor Juana Inés de
El asterisco de esta afirmación conecta con el siguiente comentario al pie: “No ha llegado nada”
La nota había sido insertada por quien realizó el trabajo de publicación del libro, un poderoso obispo español con importantes contactos con la inquisición. Al parecer el ignoto sacerdote que había escrito la defensa a Sor Juana entendió la amonestación o, mejor dicho, se le hicieron entender, porque esa fue la única edición del texto, limitadísima por cierto (como hemos dicho sólo se conserva un ejemplar). Desgraciadamente, el religioso no pudo aprender demasiado de su error, porque según los registros de la época, falleció, de manera accidental, a los pocos días, en una hoguera que se prendió imprevistamente cuando él estaba por casualidad allí atado.
Llegado el siglo XVIII, el poder de los editores pudo tener demostraciones un tanto menos fisiológicas y un poco más simbólicas de su influencia en los pies del libro. A una línea de la publicación de un texto francés posterior a la revolución, de enorme radicalidad y escrito por un pobre obrero por casualidad alfabeto, que rezaba “Mucha revolución, pero acá mientras los burgueses son cada vez más ricos, nosotros nos seguimos muriendo de hambre.”, siguió la siguiente nota del editor burgués “Evidentemente, el señor no sabe lo que dice”. Se supone que el pobre autor del texto intentó enmendar esa nota, agregando una propia que comentaba el comentario diciendo “Estimado lector, si hay algo de lo que sé, es de hambre. En eso soy casi un erudito”. El empresario gráfico, utilizando todo el bagaje de que era capaz, respondió de una manera por demás sagaz a esta afirmación… quitándola de la publicación.
Este desborde del poder editorial en la nota al pie encuentra, por supuesto, intentos de resistencia, de apropiación del espacio discursivo por parte de los escritores. Apolonio Tirante, poeta de los años 20 del siglo XX, con aires de vanguardismo, había tenido que soportar que una nota en unos versos suyos, particularmente herméticos, “explicara” su significado. El encargado de la publicación de estos trabajos aclaró que “así estos poemas tan lindos se entendían más, se podían vender mejor y podían hacer más dinero”. Al parecer, fueron vanos los intentos porque este editor comprendiera que tratar de enriquecerse con la poesía era tan surrealista como algunos de los versos escritos por el propio Tirante, y que más le valía dedicarse a publicar novelas románticas, avisos publicitarios en
El poeta no toleró la presencia de estos comentarios y, en un ejercicio similar al que realizó Pellet en el relato con que comienza este trabajo, recorrió las librerías con una hoja impresa en la que explicaba que su poesía no podía ser explicada. Sostenía: “Yo me opongo a una razón que no existe como tal. Sólo queda en mi poesía un pensamiento que tiene como sentido su propio fluir y como finalidad el propio movimiento de sus aguas, que en una cascada final se convertirán en el sinsentido constituyente de toda la humanidad”. Es verdad, Tirante no escribía para nada bien, pero su lucha por corregir las notas de su editor tuvo características épicas. Fue agregando la hoja con su manifiesto al final de la edición de su propio libro, ejemplar por ejemplar, hasta que, de alguna manera, los responsables de la empresa que lo había publicado se enteraron.
Pablo Manfredi, el editor, no toleró el intento de fijar un “no significado” de su escritor/súbdito y se encargó, él mismo en persona primero, y mediante un grupo de empleados que ganaban más que los autores luego, de adjuntar otra hoja en la que explicaba que el poema sí tenía sentido y que eso de las aguas sin finalidad era pura blableta de poeta estrella. Esta declaración molestó aún más a Tirante, que agregó otra hoja más, esta vez sosteniendo que el arte “moderno” no podía quedarse en tonterías tales como la representación y que sólo a un empresario educado para defender un orden vetusto se le podía ocurrir decir una gansada de ese tamaño. Esto, a su vez provocó la ira de Manfredi, que mandó a que se incluyera otro pliego más (“el poema habla de la vejez”), que a su vez generó una nueva respuesta de Tirante (“el poema no habla de ninguna vejez”).
La serie de papeles agregados al libro se extendió cada vez más. Empezaron a intervenir otros escritores y editores, que tomaron partido en la lucha entre Tirante y Manfredi, poniendo sus propias opiniones dentro del pequeño libro de poemas: “Los editores no pueden escribir ni la lista de las compras”, sentenció un poeta desconocido, “Sin nosotros, todo el mundo vería sus faltas de ortografía”, afirmó un empresario editorial”. La polémica entonces siguió creciendo tanto que, incluso, aparecieron comentarios de personas que nada tenían que ver con el mundo literario: “No entiendo una goma. A mí me gusta Carriego. Expliquemelón”, argumentó un lector perdido, “No hay nada que entender, salame”, expuso otro, más abierto al nuevo arte, “Granja de Don Braulio, pollos tan frescos que todavía cacarean. Boedo
Todas estas inserciones de material escrito terminaron transformando al pequeño librito de poesías de ochenta páginas en un cuaderno informe con más de cuatrocientos folios de ardiente combate intelectual, publicidades, y bromas obscenas. De este modo, la publicación fue mucho más exitosa que cualquier otro libro de poesía de la época (y de cualquier época), llegando a niveles de venta estratosféricos. Así y todo, Manfredi, cansado de que violaran sus criterios editoriales, decidió cambiar su política y empezó a pagarle a sus empleados ya no para que anexaran nuevas respuestas a la polémica con Tirante, sino para que arrancaran todos los agregados y golpearan a cualquiera que se acercara al famoso poemario (incluso para comprarlo). Los que trabajaban para el editor cumplieron con gran celo con su labor, y más de una vez fueron vistos dándole una paliza al escritor mientras le gritaban “¡hijo de puta, vos escribís bien, ¿Entendés? ¡Sos un buen poeta, lo que escribís tiene sentido!”
En la actualidad, la relación entre el comentario del editor y de autor ha tenido un giro inesperado. La aparición de internet ha conseguido que la nota al pie esté perdiendo utilidad, dado que los lectores on line no las consultan nunca (esto lo hemos comprobado en un texto donde puse la siguiente cita bibliográfica: “Pitufo, Papá, Cómo me moví a Pitufina, Aldea Pituda,el Hongo, 1989). Esto es terrible para los productores de textos, que tienen gracias al nuevo formato alguna chance de autopublicarse y poner todas las notas que deseen para sentirse bien consigo mismos y creerse importantes, pero al costo de que nadie quiera ya prestarles atención y de hacer vano todo el esfuerzo paratextual. Por suerte, igual, para los escritores online existe la posibilidad de un nuevo terreno de combate discursivo, en el área de los “comments” bloggeros, donde lectores anónimos, como glosistas medievales, intentan nuevamente fijar el sentido de lo disperso haciendo comentarios absurdos que a nadie le importan. Estas incursiones de nuevos enemigos carecen de la más mínima relevancia, claro está, pero sirven para que los malabaristas del verbo digital puedan sentirse adulados por la presencia de alguien que, al menos para putearlos, les dé bola.
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