martes, diciembre 22, 2009

Aguafuerte del subsuelo Nª 4

Por Friederick Pellinski


De la muñeca PT2


El fuego que congela


En la anterior entrega de las aguafuertes del subsuelo les había hablado de la muñeca, de la ninfa, de aquella que tanto había prometido y que luego de ofrecerse como presa formidable se terminó transformando en un terrible depredador de la cordura. También se les dio el aviso de que, para poder dar cabal idea del significado de esta más que peligrosa presencia en el subsuelo, se necesitarían dos entregas, así que en este caso no me queda más remedio que seguir atormentándolos con la segunda parte de esa conmovedora historia.


Luego de que fuera expulsado nuestro conocido del sótano, hubo un tiempo en que uno de los miembros del grupo, aquel que más contacto había tenido con ese pobre hombre acosado, sufrió los embates de la ninfa desesperada. Creemos que la dama debía suponer que seduciendo a un amigo podía atraer al que la despechara, pero sinceramente hacer cualquier afirmación que suponga haber conseguido comprender lo que pasaba adentro de su cabeza estará sospechada hasta el fin de nuestros días de ser demasiado pretenciosa. Lo cierto es que todos le temíamos, principalmente el nuevo asediado, que no quería que sus testículos terminaran con un tamaño desmedido. Así empezamos a evitar la presencia de la ninfa sin disimulo, llegando al extremo de mirar para otro lado cuando se nos acercaba, aunque en ese otro lado sólo hubiera una pared. De este modo le quisimos comunicar que no nos simpatizaba más, y durante un tiempo pareció entenderlo y se alejó del grupo, hasta que una noche negra volvería nuestra vida, para dejar su huella marcada como si fuéramos ganado y su presencia un hierro candente.


Esa noche el subsuelo estaba cerrado por culpa de los incidentes de Cromagnon y todos sus adictos sufríamos de síndrome de abstinencia y tratábamos de paliarlo con cualquier lugar que pasara algo de música ochentosa o industrial. Por supuesto que los sucedáneos eran pobres, como la metadona que le dan a los heroinómanos, y nada nos conformaba completamente, pero nuestras ansias nos obligaban a encontrar una fiesta en la cual pasar la noche. Desamparados caímos en un lugar de la superficie en el que se escuchaba algunos de los sonidos que deseábamos pero, para nuestro horror, vimos que ella estaba allí. Al principio seguimos nuestra política de alejarnos de su fuego como si fuera una leprosa: desde gran distancia observábamos como una nueva legión de pretendientes era derrotada nuevamente y nos reíamos de sus caras de decepción, a sabiendas de que el fracaso era en realidad lo mejor que les podía pasar. Pero luego, el segundo acosado se retiró por motivos de salud y ella tímidamente se fue acercando, para ver si podía atrapar en sus redes de histeria a otro de los nuestros.


Había dentro de mi grupo un hombre que siempre se destacó por una afición por el juego con el fuego que nadie a ciencia cierta sabía calificar si como valiente, suicida o estúpida. Ese muchacho, que largamente había presumido de que algún día intentaría conquistar las murallas de la histeria psicopática que rodeaban a aquella ninfa, fue hacia ella y, de golpe y porrazo, la teníamos a nuestro lado haciendo chistes como si la hubiésemos conocido de toda la vida.


Hay que aclarar que el intento de conquista antes mencionado no dio resultado, y que en un principio la muñeca se incorporó a nosotros sólo como “compañera en el subsuelo”. Esto significaba que nuestro contacto era amistoso y que estaba limitado a desarrollarse dentro de las mugrientas instalaciones de la mazmorra. Y entonces las cosas parecieron ir más o menos bien, y la mujer, aunque extraña, no se mostraba tan peligrosa como nos lo había mencionado nuestro conocido, pero... bueno creo que basta con el “pero” para que se imaginen cómo sigue la cosa.


Ella nuevamente comenzó a desplegar su fuego, aquel tan divino ardor que hacía que nuestros penes hicieran un golpe de estado, derrocaran al cerebro y tomaran el control de nuestras personas. Uno a uno, desoyendo las historias que nos habían contado, fuimos atraídos nuevamente hacia su candor, como las fascinadas polillas retrasadas que éramos. Una vez allí esperamos abrasarnos pero, para nuestra desazón, nos dimos cuenta de que las llamas eran en realidad gélidas y nos sentimos indefensos y cagados de frío. La ninfa, dueña de una sensualidad tan avasallante, en realidad odiaba el sexo, tal cual nos lo había advertido el conocido, y era imposible practicarlo con ella. Estábamos ante la primera ninfa frígida de la historia.


La prueba más contundente de esto fue lo que le pasó al último que tuvo algún contacto con ella. Luego de 40 noches subterráneas terminando en ligeros besitos y caricias, el muchacho le presentó a la muñeca, formalmente y con todo respeto, su petición de llegar a tener un revolcón en alguna cama que fuera del agrado de los dos. La respuesta de la ninfa frígida fue tan contundente como enigmática: “sos patético”, le dijo, y luego de eso volvimos a huirle como si tuviera fiebre ébola.


Nunca entendimos del todo que quiso decir con el “sos patético” ni porque creía que nuestro amigo lo era. Yo sospecho que debe creer que todos los que cogen merecen ese apelativo, de seguro proyectando en los otros los defectos propios, aunque como aclaré en párrafos anteriores, es difícil sabe qué carajo le pasa. La cuestión es que ella era una ninfa frígida, un ser imposible de amar, un himno a la histeria y una Barbie, que como todas las muñecas de esa línea, no tenía órganos sexuales. Su pretendido ardor escondía en realidad un hielo más frío que el antártico, el cero absoluto. Ella era el ejemplo de un fenómeno que se empezó a repetir cada vez más ahí abajo: el de la gente que posaba para hacerse la interesante. Y mierda que eso siguió pasando; así que si alguno de mis lectores se aventura por las profundidades de la catacumba, esté prevenido: que no todo lo que reluce es oro, ni todo lo que arde está caliente.


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